viernes, 24 de febrero de 2012

¿Elemental, mi querido Watson? (I).

                                                                               
    En una habitación en penumbra, cuya única iluminación son los últimos rayos del atardecer, que entran por la ventana atravesando una densa capa de polvo, un individuo coge un frasco de una estantería, abre un estuche del cual extrae una jeringuilla hipodérmica, metódicamente realiza el preparado y cuando tiene su jeringa a punto, se sienta sobre un gran sillón aterciopelado, se remanga la camisa dejando al descubierto su izquierdo brazo nervudo y lleno de cicatrices, en el cual se introduce la delgada aguja presionando el pequeño pistón para que el líquido empiece a correr por sus venas, para, a continuación, recostarse sobre el sofá y emitir un profundo suspiro de satisfacción.
Si conociéramos a este hombre, sabríamos que acaba de inyectarse una solución de cocaína al 7%, y que, a pesar de saber que tiene dañinos efectos, según sus palabras: "el efecto trascendentalmente estimulante y esclarecedor para la mente en momentos de estancamiento y aburrimiento", le compensa todo lo negativo que le pueda reportar.


   Una nave industrial aparentemente abandonada, ubicada en una callejuela de una periferia londinense, cuyos únicos movimientos exteriores son, un gato revolviendo en un cubo de basura y un individuo con aspecto de camorrista que, apoyado en una esquina de la calle, vigila los alrededores de la nave. Nave, dentro de la cual el ruido es ensordecedor, debido a los gritos con los que un numeroso público arenga a dos púgiles, que encima de una tarima a modo de improvisado ring pelean con gran fiereza, en lo que es un clandestino, y, en apariencia, desigual combate de boxeo. Sólo los veteranos del lugar ganarán un buen fajo de libras al haber apostado por el boxeador alto, desgarbado y delgado que, con una refinada técnica ha mandado a su fornido rival al dulce mundo de los sueños.


   En un pequeño pero prestigioso teatro londinense, se acaba de interpretar el Macbeth de Shakespeare, el actor principal, caracterizado como el ambicioso rey escocés saluda a un público que le aplaude fervorosamente.


   Noche cerrada, la niebla impide ver más allá de cinco pies en adelante, los bajos fondos del centro de Londres, junto al río Támesis están en plena ebullición: las prostitutas, dulcificando su voz, intentan atraer a los posibles clientes que, borrachos como cubas salen de las tabernas dando tumbos. Hombres con aspecto peligroso cargan cajas, cuyo contenido será cualquier mercancía ilegal, en un camión tirado por seis caballos, y, por un angosto callejón, un individuo alto y delgado, clásicamente vestido con abrigo de saco con doble abotonadura, sobre el que lleva una gabardina marrón y un sombrero de cazador de gamos en la cabeza, camina tranquilamente fumando en pipa, distorsionando el tórrido ambiente del lugar.
No caminaría tan tranquilo si fuera consciente de que está siendo seguido por más de una decena de chavales con todas las trazas de ser auténticos malandrines, potenciales atracadores armados con afilados cuchillos en sus cintos, y harapientamente vestidos.
Sorprendentemente, cuando los niños saltan al unísono colocándose delante del caminante nocturno, éste sonríe como si los estuviera esperando, y seguidamente ellos y él se funden en abrazos, apretones de manos, chistes, carcajadas para, a continuación, pasar a sentarse todos en una escalera de lo que al amanecer se convertirá en una concurrida pescadería, y entablar una animada y cómplice conversación. Al cabo del rato, se despiden cariñosamente tras haber repartido el misterioso hombre chelines a cada uno de los pequeños mequetrefes.
Nadie diría que este pequeño y fiel ejército callejero posee un nombre: Los Irregulares de Baker Street, y ayudan a nuestro solitario amigo descubriéndole todos los secretos del submundo del hampa de la ciudad.


   Cuatro hombres, en situaciones absolutamente diferentes y que, en realidad, son el mismo: el mejor detective consultor de todos los tiempos, Sherlock Holmes, personaje que, queridos y errados lectores, a diferencia de lo que creéis saber, fue real y no ficticio. Él mismo, con éxito, (como casi siempre), consiguió engañar a sus contemporáneos enemigos y a sus futuros amigos, pero no desesperéis, pienso contaros su apasionante historia, ahora bien, eso será en un próximo artículo.


  




 

 

3 comentarios:

  1. Joder! Me has trasladado directamente del sofá de mi casa al puto Londres victoriano en cuestión de cuatro párrafos y medio! Casi he podido oler el pestuzo a cloaca que desprende el Támesis....increible recreación. A ver por dónde se mueve el personaje de Conan Doyle en la segunda parte de tu (ya esperadísimo) siguiente artículo.

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  2. Camarada Lester, nos has dejado con la miel en los labios. Quiero leer YA la segunda entrega.

    Qué manera de generar expectación, cabronazo!

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  3. Desconocía lo del boxeo!!!! Siempre me ha resultado curiosa su fijación con la morfina...

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